Parecía que no iba a llegar nunca, pero el último día llegó. Con lágrimas en los ojos sacó todo cuanto había en el armario y en los cajones. Espacios que, tiempo atrás, habían sido ocupados con ánimo quejumbroso. “todo es cuestión de acostumbrarse”, pensó. Pero cuando miraba al horizonte en las tardes calurosas de Puerto de Mazarrón, pensaba que no sería capaz de aguantar seis meses trabajando allí, lejos de su familia, lejos del calor hogareño que tanto echaba en falta. “Uno se da cuenta de lo afortunado que es por tener todo lo que tiene cuando lo pierde definitiva o temporalmente por decisión propia. Entonces se percata de que no necesita nada y que si ha decidido alejarse de los suyos ha sido por pura ambición. El sentimiento de culpa le invade y cree que se ha equivocado, pero en el fondo sigue convencido de que ha tomado la decisión correcta”. Esta serie de reflexiones se agolpaban en la cabeza de Julia. ¿Era culpable por querer progresar? ¿Había sido egoísta por haber elegido irse al sur por un tiempo? ¿Tenía la culpa acaso de querer cambiar de aires, de querer conocer lugares nuevos?
Con el paso de los días, Julia se había encargado de auto-convencerse de que había hecho lo correcto. Además, aunque al principio tardó en adaptarse, ahora no podía evitar sentir pena. Había conocido gente muy agradable en su puesto de trabajo (un hotel del Puerto), había visto lugares maravillosos, había probado manjares exquisitos, había escuchado el rugir de las olas en las tardes de primavera cuando aún las playas no estaban abarrotadas de veraneantes… Definitivamente, aquella estancia había sido muy provechosa.
Ahora le tocaba pensar en el futuro. Quizás ya estaba preparada para montar su propio hotel, quizás ya no necesitaría seguir trabajando para otros, seguir haciendo cursos de hostelería, seguir estudiando idiomas. SÍ, ya era hora de ser independiente de una vez por todas, de tener ingresos suficientes, de tener su casa. Tantos objetivos para los que había empeñado 15 años de su vida. A sus 32 años, era el momento de estabilizarse, de formar una familia, de vivir mejor. Mientras metía sus pertenencias en la bolsa de viaje, se acordó de un hecho que le sacó de la depresión en que cayó al llegar a tierras mazarroneras. Una de las camareras del hotel en el que trabajaba se le acercó solidarizada ante la angustia reflejada en sus ojos y le dijo que aquella tarde irían a un lugar del que quedaría enamorada.
Esa misma tarde las dos mujeres comenzaron a andar hacia la playa de Bahía. Al llegar, se descalzaron y fueron caminando por la orilla. Julia avanzaba lentamente con la mirada puesta en el suelo. Ni si quiera se había percatado de que estaban subiendo una rampa que conducía a un mirador encallado en el mar. Cuando alzó la cabeza, trató de asimilar en pocos segundos todo lo que tenía a su alrededor. Desde allí se veía la playa, las casas bajas situadas en primera línea, la gente que andaba mientras dejaba hundir los pies entre la arena. Al otro lado, un mar inmenso se posaba ante los ojos de la muchacha deprimida, que no pudo por menos de esbozar una sonrisa, de quedarse perpleja ante tales perspectivas y de intentar llegar más lejos de lo que le permitían sus retinas.
Entonces, sólo había pasado un mes desde que comenzó la aventura, pero se dio cuenta de que aquella era la primera gran maravilla por la que debía disfrutar su tiempo allí. Puerto de Mazarrón guardaba rincones fantásticos que no podía perderse.
La pena fue disipándose con cada maravilla que le regalaba a su mente. Comenzó a vivir con la esperanza de que esas experiencias le ayudasen a dar el salto a la vida que siempre había querido. Seis meses después las lágrimas resbalaban por otras razones. Cerraba la maleta definitivamente, pero con ella recuerdos que jamás olvidaría.
Deja un comentario